jueves, noviembre 16, 2017

El político que no lo fue. Los colaboradores y amigos de Ramírez ven sus años de vicepresidente como una “década perdida”



La altura de Sergio Ramírez Mercado es mucho más que física. Y aunque las comparaciones son odiosas, la suya lo ubica al lado de gigantes como Julio Cortázar y Rubén Darío. Mide más de seis pies pero su estatura moral se eleva varios centímetros más.
Nadie duda que ese hombre de andar y hablar pausado, casi andino, pero alto, altísimo, y muy centroamericano, fue un militante comprometido y protagonista del ahora desprestigiado Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN, siglas que han dejado un mal sabor para muchos) hasta que, a fines del siglo pasado, se retiró de la política para dedicarse de lleno a la literatura.
En Nicaragua, su Nicaragüita, muchos recuerdan los años (no fueron pocos) que acompañó a Daniel Ortega Saavedra como vicepresidente. Antes y después del triunfo de la Revolución Sandinista (19 de julio de 1979), formó parte de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, presidió el Consejo Nacional de Educación y en 1981, fundó la Editorial Nueva Nicaragua.
Antes, fue opositor a la dictadura de Anastasio Somoza Debayle y también líder del Grupo de los Doce, integrado por intelectuales, empresarios, sacerdotes y políticos que apoyaban el entonces osado Frente Sandinista de Liberación Nacional.
En 1984, fue elegido a la vicepresidencia de Nicaragua como compañero de fórmula de Daniel Ortega. Por años, fue su consejero. Ramírez era quien el entonces primus inter pares de los nueve comandantes sandinistas que gobernaban Nicaragua escuchaba antes que a nadie. Muchos aseguran que de hecho, el Daniel Ortega de entonces fue hecho a modo por Sergio Ramírez.
Pero hoy por hoy solo algunos pocos recordamos cuando bailaba al lado del ahora dictador nicaragüense en la campaña fallida de 1990. Eran siempre Daniel, el Gallo Ennavajado, y el Doctor Ramírez, una pareja dispareja que hasta ese fatídico año había logrado mantenerse en el poder en una Nicaragua asediada por la guerra de la contra financiada por la CIA.
Aunque su participación en la Revolución Sandinista no ha pasado desapercibida, Ramírez, el más fiel consejero de Ortega hasta 1990, no es —ni fue— un político. Hoy, con más 20 libros, cuentos y novelas en su haber, asegura que nunca se ha sentido un “animal político”. Es más, prefiere no ser asociado con la política. Sus más cercanos colaboradores y amigos aseguran sus años como vicepresidente fueron una “década perdida” para un hombre que nació para ser escritor y fue un político de paso.
Aquel militante comprometido y protagonista del sandinismo sobrevivió a los avatares y desprestigio que ahora carga el sandinismo porque hizo lo que su destino le tenía preparado: se retiró de la política para dedicarse de lleno a la literatura, su verdadera vocación.
De ello da cuenta de manera somera, sin recurrir a documentos ni archivos, en el ensayo biográfico Adiós muchachos (Alfaguara, 1999). Pero ese libro breve, inspirado únicamente en sus recuerdos de la revolución, no son sus memorias políticas. “No pretendía aburrir a nadie con todos los detalles minuciosos de mis memorias. No quería que fuera visto como el libro de un disidente, me repugna esa palabra”, me dijo en una entrevista.
En 2014 se publicó Juan de Juanes (Alfaguara), su biografía literaria. Sabe que le hace falta la política. Pero, insiste, preferiría escribir un cuento como lo haría un narrador sobre su participación en la Revolución Sandinista o contársela a otra persona.
“Es cierto que yo tengo mucho que contar. Si alguien un día se sentara conmigo micrófono en mano con una grabadora y yo comenzara a responderle preguntas sería más fácil para mí que sentarme a escribirlo todo. La verdad no sé si interesa tanto hoy en día…”.
Más que la verdad histórica, de hecho, al autor le preocupa la realidad que refleja la literatura, y la que crea el novelista, que a veces termina siendo la verdad que todos prefieren creer.
“Ahora hemos regresado al concepto cervantino de novela. Novela es todo”, alega. Los pilares de su trabajo como escritor siempre han sido “diluir la historia real dentro de la ficción y crear una realidad paralela, que termina siendo la verdad. Es la gran arrogancia del escritor y al mismo tiempo, el gran triunfo del novelista”, confiesa.
Recuerdo cuando, en una ocasión a mediados de los años ochenta, en una entrevista con Jaime Wheelock, entonces uno de los nueve comandantes de la Dirección Nacional del FSLN —otrora militante convertido en exitoso empresario—, me dijo: “Si querés anécdotas, cosas humanas e historias interesantes, el único que te puede ayudar es Sergio Ramírez. Él es el intelectual del Frente”.
En 1996 Ramírez perdió las elecciones como candidato a la presidencia de Nicaragua y allí cerró su amorío con la política para siempre.
A partir de entonces, su perfil como político se ha desdibujado bajo el peso de las historias que nos ha contado sobre el poder, sin duda su gran tema, la muerte, aunque también gusta de temas bíblicos y de detectives. En realidad, su obra literaria está impregnada de realidades latinoamericanas innegables.
Con su fiel compañera Tulita a su lado siempre, tiene una disciplina férrea y una pluma fina que le ha permitido destacar en el panorama literario de este nuestro siglo XXI desde que en 1998 ganó el Primer Premio Alfaguara y hace tres años, el Primer Premio Carlos Fuentes.
“Detesto escribir para ganar premios. Pero cuando uno los recibe, hay que disfrutarlos”. Y eso hará sin duda el Doctor Ramírez cuando reciba el Premio Cervantes el próximo 23 de abril en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares.
Así, el autor de Sara se convierte en el primer escritor centroamericano en ser reconocido con ese prestigioso galardón de literatura. Salió invictus de la mendacidad, de la política, para seguir su camino por las luces y sombras de la novela cervantina.

lunes, agosto 28, 2017

Crónicas indias. La reina de Mysore

Introducción

 En la India, la gente dice sí o no con un movimiento lateral de la cabeza, que deja a los extranjeros con la incógnita. El papel higiénico y las toallas de baño son artículos de lujo. Andar descalzo es habitual y quitarse los zapatos a le entrada de una casa es señal de respeto. Los muchachos y las muchachas no se tocan en público pero los varones (a veces también las mujeres) caminan tomados de la mano. En éstas dos crónicas de la periodista María Lourdes Pallais, que forman parte de una compilación de próxima publicación sobre sus experiencias como profesora de inglés en una universidad del sur del país (continente, en realidad), la autora escribe sobre ratas y seducciones.


La Reina de Mysore




De ese tamaño nunca antes. Pululan el mundo, tanto el occidental como el oriental, pero, con algunas notables excepciones, lo logran más o menos escondidas. En general, aparecen cuando nadie es testigo de su presencia. Como dios, son enormes e invisibles pero igual de fulminantes cuando se dejan ver. Al menos así pensaba la Mexican teacher1 recién llegada a la India de tierras aztecas.

Son veloces, esas aristócratas de la miseria, pero no vuelan. Se deslizan fugaces, cual Súper Niñas negras, grises y hasta blancas, obesas, embriagadas de desechos.

Ahí están entre paredes, pasillos, saltando entre alcantarillados, despojos de comida, niños escuálidos; rondando las habitaciones de familias sin agua potable ni tuberías (aunque también las hay en hoteles de cinco estrellas).

Pero los occidentales (algunos asiáticos también, cómo no) que dormimos en camas queen con sábanas de 500 hilos griegos en casas limpias con WC que apenas suenan después de que defecamos y se llevan las aguas negras muy lejos, apenas las vemos.

Y si llegan a rondar, silenciosas y sigilosas, entre esquina y esquina de nuestras cocinas, evitan ser descubiertas.

Pero ahí andan.

Como ésta de hoy —lunes feriado cuando la India cumple 70 años de Independencia de Gran Bretaña— ninguna antes. Menos desplazándose con donaire majestuoso, a sus anchas, sobre la cocina, los platos que no lavaron los jóvenes cocineros en esta Casa de Huéspedes Manasagangotri de la Universidad de Mysore, estado de Karnataka, en la India del sur.

“Ingreso exclusivo para personas autorizadas”, se lee en el anuncio sobre la puerta de la cocina, que está cerrada. El enorme cerrojo que convierte el lugar en un claustro aromático, sin llave, dando permiso de entrada a foráneos.

La Mexican teacher, que llega a dejar unas frutas en el refrigerador, no vacila en entrar muy quedito para no despertar al anciano que ayuda al joven mesero que ayuda a la señora lavaplatos y que seguramente descansa cerca, en una casita reservada para los empleados. Abre la puerta igual, sin hacer ruido (lo que no es fácil porque la madera está deteriorada, roída: sólo de verla cruje), despacito, casi en cámara lenta.

Encuentra la cocina sucia, el ambiente salpicado de olores a jengibre, cúrcuma, curry, chutney; el espacio repleto de platos sucios en el piso, a medio lavar. Comida y sobras de dosa sobre la repisa. Tazas de té con fondos tapizados de azúcar dentro del lavadero.

Como música de fondo, en algún lugar imposible de ubicar con el oído pero muy común en la India, unos cánticos callados. Eran pasadas las cinco de la tarde y los murmullos del atardecer, como los del amanecer, siempre llegan cargados de melodías lejanas. De pronto, ¡zas!, se desliza ella.

Corría como Antígona ante la autoridad, imposible salir a su paso, detenerla. Ella se arrastra sobre todo lo que encuentra, asustada de sentir a una intrusa. Porque eso fue la Mexican teacher para ella, la Reina. Una intrusa.

La Reina de Mysore es una enorme rata negra que se mueve, cual bailarina profesional, evidentemente dueña del lugar, un poco enojada —o quizás asustada— ante la injerencia de la visitante.

¿Qué hace un ser humano en su reino a esa hora? Y aún peor, ¡una extranjera!

La intrusa cierra la puerta con la esperanza de que ojos que no ven corazón que no siente. O imaginando que está ante una ilusión óptica, producto de ese exótico país indescifrable.

Respira profundo en un intento de imitar a su maestro yogui. Vuelve a abrir la puerta, aun con mayor cuidado que la primera vez. Y ¡zaz! Ahí sigue ella. Ahora corre hacia una esquina más privada, donde ya no la vería nadie, menos la intrusa. Faltaría más, ¡si era su reino!

“Las hay hasta en los hoteles cinco estrellas”, afirma displicente un catedrático de la Universidad de Mysore tras escuchar el relato. El concepto de higiene en la India difiere en mucho del Occidental. No es que una rata sea considerada como una posible mascota de un cocinero, pero su presencia en una cocina no es un asunto que requiere mayor intervención. 

La Mexican Teacher vuelve a cerrar la puerta de la cocina y sale despavorida hacia la seguridad de su recámara, convencida de que nunca más regresaría ahí, que tendría que comprar una suerte de mini bar para guardar frutas y verduras en su recámara. Pero que ahí no se aparecería para nada, menos para dejar frutas.

Busca con quién quejarse. A quién contarle la barbaridad que acaba de ver. Corre por aquí, se enoja por allá, buscando interlocutores. Hay pocos empleados en la Casa de Huéspedes de la Universidad. Es feriado después de todo. Hay aún menos huéspedes. Los que encuentra, la escuchan con indiferencia. O a lo mejor la entienden poco y piensan: otra extranjera histérica.

Con desgano, alguien llama a Ganesh, el cocinero mayor, un atractivo e inteligente muchacho de unos 22 años, cuya energía diáfana le recuerda a los Cachorros de Sandino en la Nicaragua de los años 80.

El joven y su mascota, un adorablepug, aparecen en la puerta de la recámara VIP de la Mexican teacher.

Ganesh llega cargado de ese brío del tesoro juvenil y esa inocencia seductora que emite ondas de vida y ganas de dar amor sin barreras. La intrusa se percata de que no habrá forma de quejarse pero está a punto de intentarlo.

El muchacho se le adelanta.

“Ahora mismo mato a esa rata. No se preocupe por favor. I am so sorry. Ya pongo veneno en la cocina. Le preparo algo de comida en otro lugar donde no esté ella. ¿Qué quiere comer? In five minutes, please.”

Imposible negarse. Lo que quieras cariño mío. En cuanto mates a la rata te espero. No importa que haya miles como ella. No importa que se desplacen como reinas en tu cocina. Aquí te espero corazón.

En menos de una hora (five minutes en la India), Ganesh, con una enorme sonrisa y mirada enternecedora, le lleva un par deomelettes con una deliciosa especie (curry o su similar). “Rat gone. No problem. Finished. Sorry Madam”.

No se va. Espera en el umbral de la puerta de la recámara, quiere ver la reacción de la Mexican teacher. Ella le agradece y lo invita a pasar para verla comerse los primeros bocados del manjar que le preparó quien sabe dónde, pero prefiere pensar que no al lado de la Reina de Mysore.

No ha empezado a saborearlo cuando Ganesh declara: “Pero con todo respeto, Madam, usted se equivocó. No es una rata. Es una ardilla”.

¿Una ardilla negra con una cola larga pero delgada que no saltaba sino que se deslizaba? Imposible. Sabía que en la India habían ardillas negras gigantes pero ésta era una rata, no gigante, sí enorme. Con una cola delgadita y larga. No peluda como las ardillas. Es una rata y punto. Pero no dice nada.

La Mexican teacher sonríe de nuevo. “Ok Ganesh, ok”, alcanza a contestar. La humanidad del muchacho contra la rata. Gana él. Y empieza a saborear el omelette sobre su escritorio, apartando sus papeles y computadora. Satisfecho, Ganesh se despide y cierra la puerta. El pug no lo deja ni un segundo.

Ahora sola, sonríe mientras come sin hambre pero divertida, ya no histérica. ¿Una enorme ardilla negra con una corta cola delgada que no saltaba sino que se deslizaba? Imposible, se repite.

Aquel lunes feriado, en el que la televisión local exaltaba las glorias de la India independiente del yugo británico, la intrusa ignora que en la India Occidental, en Rajasthan, hay un templo donde viven alrededor de 25 mil ratas consideradas sagradas.

¿Se habría perdido la Reina de Mysore del Karni Mata Temple y viajado miles de millas al sur hasta llegar a Mysore, la ciudad del yoga ashtanga? Eso nunca lo sabría. Sí: estaba clarísimo que la Mexican teacher había llegado a la India.


Crónicas indias. Ma’am y el portero

Crónicas indias (2). Ma’am y el portero



Había un halo turbio en su mirada pero el resto emanaba energía y entusiasmo. La recibió descalzo, con la camisa entreabierta, en el umbral de la Casa de Huéspedes Manasa* de la Universidad de Mysore, cuando su taxi se detuvo minutos antes de las siete de la mañana.
 “I am Manu, the gatekeeper”, le dijo casi sin mirarla, apurado por ayudarla a salir del vehículo, sacar las maletas de la cajuela y acompañarla a subir las escaleras tupidas de macetas con variedad de plantas coloridas.
(A mi eso me costará mucho trabajo. Que bueno que estará Manu para ayudarme).
Desplazándose de un lado a otro de la habitación cual conocedor de todas sus esquinas, en un inglés relativamente fluido pero con imposible acento hindú, Manu le explicaba los detalles de su nuevo habitat.
Primero, con orgullo de propietario (sin serlo), señaló el AC, un enorme aparato rectangular alojado arriba de una enorme ventana con vista al campus universitario, cerca de la cama también enorme, y enormemente dura. Lo prendió con un control remoto que le entregó a la visitante, rozándole levemente la mano. Ella sintió su piel cálida y ligeramente húmeda.
(No es necesario, no hace calor, la temperatura me recuerda a la de San Diego, en California).
No todas las recámaras tienen baño privado, explicó.
Ma’am is important professor here”.
(Tendré que aprender a ducharme sin ducha).
“But they are in kannada or hindi, Ma’am.
“Never mind. I want to watch them”.
El joven rodeó la recámara con sus ojos negrísimos como para asegurarse que había contestado todas las incógnitas que podría tener la visitante. ¡Ah! Le faltaba decirle dónde colgar su ropa y guardar sus maletas. Acto seguido, le informó cuál era el horario de las señoras de la limpieza, del desayuno, la comida y la cena.
“¿Who pays for food? ¿English Department?”
“No, I will”.
Le dio la clave del internet, que nunca funcionó.
(Tiene razón de ser tan detallistaTodo es información vital para una recién llegada porque ningún código occidental para la vida cotidiana funciona en India).
Abría y cerraba el closet, los cajones de las dos mesitas de noche, siempre con la idea de explicarle esto o lo otro.
“Six months, a long time. You have husband?”
Ella empezó a sentirse invadida, un poco sofocada. Solo atinó a contestar con varias sonrisas mecánicas y un par de lacónicos yes, no, thank you.
“Excuse me Manu, I need to use the bathroom”.
“No towels Manu”.
De pronto, Manu le largó un tosco abrazo.
(Es posible que se trate de una ‘caricia’ amable de bienvenida). No debía interpretar nada más que eso en el gesto del joven que la había recibido con tanto entusiasmo.
Todo así hasta que, siempre con rostro impávido, Ma’am recibió un segundo abrazo tosco, ahora más apretado y ya no tan espontáneo.
(¿Un gesto de amabilidad, de bienvenida? Quién sabe).
De pronto, con ojos desorbitados, el joven agarró cada uno de sus senos con cada puño, los acarició con torpeza y en segundos, los soltó. ¡Plop!
Ahora sí estaba asustada pero trató de disimularlo.
Ella respiró profundo. ¡Puff! Quería descansar. Ya luego pensaría cómo reaccionar. Recogió la llavecita del piso, cerró su recámara VIP3 por dentro y se echó a dormir lo mejor que pudo.
You probably misinterpreted him..
It is your version against his…
He is probably the Chancellor’s protégé…
Don’t get involved in this…
Leave it alone…
Yes Ma’am, sorry Ma’am. Apologies Ma’am. He is not a permanent employee…

Terminaba el verano y se esperaban lluvias ligeras en Mysore, recién nombrada “la ciudad mas limpia de India”, legendaria por sus maestros de ashtanga yoga.
Como estaba molida tras dos días de viaje transatlántico, le cayó de perlas que alguien tan diligente como Manu la recibiera en su nuevo hogar a miles de millas de distancia de México, su puerto de salida al otro lado del mundo.
Alto, imponente en su juventud, tomó las dos maletas en silencio y la guió a la recámara VIP3, muy cerca de la entrada del hermoso inmueble, mientras sus rasgados ojos negros giraban hacia ella de reojo, con disimulo o timidez.
Sacó del bolsillo de sus shorts una llave minúscula y con destreza, ¡clack! abrió el enorme candado de hierro viejo de la amplia recámara.
Luego de intentar que la visitante se sintiera halagada por estrenar un AC moderno en su recámara, la condujo al baño privado adjunto.
Entraron. Él primero. Siempre con orgullo casi caciquil, Manu le mostró el wc: una taza estilo occidental, no un hueco con dos huellas disecadas a la derecha y a la izquierda del piso para colocar los pies y agacharse para hacer sus necesidades como ella temía. Al lado derecho, una suerte de manguera empotrada en la pared que había que jalar para limpiar la taza de los restos que quedarían.
Y le señaló un detalle fundamental: no había ducha, solo dos llaves -una para el agua fría y otra para la caliente- a la altura de las rodillas para bañarse con la ayuda de un balde.
Tras repasar el protocolo del baño, ambos salieron del lugar por la estrecha puerta de vidrio, uno al lado del otro, demasiado cerca sus cuerpos tratándose de dos extraños.
Con el mismo entusiasmo y la misma mirada esquiva, Manu continuó con su tarea de guía.
Le explicó a Ma’am la complicada manera de prender la pantalla planta de la televisión y acceder a canales internacionales en inglés. Ella quería ver los locales. Manu se sorprendió.
Confundido por lo que parecía una solicitud ilógica de una extranjera que nunca había estado en el estado sureño de Karnataka, mucho menos que entendiera el kannada –una de más de 20 lenguas dravídicas del sur de India- procedió a demostrarle cual botón era para cual canal. Intentó programarlos para facilitarle las cosas, pero le resultó imposible. Se dio por vencido rápidamente, siempre mirándola de reojo.
Manu se acarició ligeramente la barbilla y el lacio cabello todavía húmedo del baño que habría tomado antes de que llegara la visitante, e hizo un gesto que ella después entendería quería decir “entonces se le va a complicar el servicio”, pero que en ese momento pasó inadvertido.
Ma’am empezaba a perder un poco la paciencia, quería descansar. Manu no parecía acabar nunca. No querría dejar nada al azar quizás. 
Fue entonces cuando ella se percató que el joven tenía un cuello larguísimo, elegante, estilizado.
De pronto, amablemente, pero sin retórica ni tapujos, siempre mirándola de reojo, le empezó a hacer preguntas personales.
Y más preguntas. Que si tenía hijos. Que porqué se quedaría tantos meses. Que si había traído chocolates. Que si tenía hambre. Que si hoy mismo empezaban sus clases.
Y seguía desplazándose nervioso por la recámara. 
Hubo un silencio incómodo dos, quizás tres, minutos. Pero el joven no daba señales de dejarla sola.
Entró y notó que no había toallas. Cuando salió, ahí estaba Manu, demasiado cerca de la puerta de vidrio. Ahora sus enormes ojos parecían querer comérsela. Se apartó ligeramente para dejarla salir.
Entusiasmado porque podría seguir apoyándola, Manu salió disparado de la recámara para traerle el preciado objeto doméstico del que su baño carecía. Hasta entonces, el único error aparente.
Regresó en menos de cinco minutos, tiempo récord en India para cualquier gestión. Ella seguía un poco aturdida pero demasiado exhausta para analizar nada con detenimiento.
Como si tuviese temor de tocarla, con agresividad reprimida, la apretó por segundos larguísimos contra su pecho moreno semi desnudo. Ella se desconcertó pero carecía de energía para reaccionar, responder el gesto o rechazarlo. Optó por ignorarlo con una mueca discreta que ella misma no reconoció.
Su instinto también le habló al oído. Necesitaría un aliado leal en ese lugar extraño al que llegaba desde muy lejos y, hasta el momento del abrazo abrupto, pensó que el solícito joven sería el candidato perfecto. Y además era guapísimo el condenado, un plus sin duda alguna.
Al margen de su cansancio, lo importante era que Manu se estaba convirtiendo en su guía fiel, amigo y aliado. Lo demás era lo de menos.
Manu seguía con el rostro impávido. Ella sin reaccionar.
Manu dejó de mirarla de reojo. Dio media vuelta y salió de la recámara, dejando caer la pequeña llave que había permanecido colgada en el candado oxidado.
Ni buenos días ni Good Bye Ma’am ni nada parecido.
En ese momento, no se percató de que había sido “molested”, como se dice en India, donde ese tipo de acoso sexual, a veces con consecuencias impredecibles, sucede hoy como más frecuencia que nunca. 
Acababa de aterrizar y desconocía que la tradición milenaria prohíbe que un hombre toque a una mujer en India -ni con el pétalo de una mano-, salvo que sea el padre, esposo o hermano.
Ma’am reportó el incidente ante sus responsables de la universidad, pero nadie le creyó mucho. Sencillamente no la tomaron en serio. 
Dos colegas mujeres, indignadas, también reportaron a las autoridades universitarias la versión de Ma’am pero igual, tampoco las tomaron muy en serio. 
Como estaba claro que Manu, que era muy popular, había ganado esa partida y logrado enrarecer el ambiente de la casa de huéspedes, Ma’am optó por tomar sus propias medidas. Seria y tajante, ordenó al administrador del lugar que el joven no se acercara nunca más a su recámara. En eso sí le hicieron caso. 
Lo que siguió entre ella y Manu –que no se llamaba así, le había mentido, su verdadero nombre era Viney- fue una suerte de batalla de miradas mutuas. Ella, de frente, lo retaba silenciosa cuando se lo topaba en los pasillos (no te me acerques cabrón, decía con los ojos). Él, paseándose descalzo por los espacios comunes del Manasa Guest House, a veces con el pecho descubierto, se mantuvo mirándola de reojo, cual seductor lejano, intocable.
México Junio 18, 2017 http://cultura.nexos.com.mx/?p=13236

domingo, febrero 05, 2017

Bhopal: 32 años de infierno

La explosión de una planta química que mató a miles de personas es una herida abierta en India: Tres décadas después, las muertes continúan


María Lourdes Pallais @mlpallais 3 de febrero 2017
Bhopal, India.— Todos los días, desde hace 32 años, nacen nuevas víctimas de la tragedia industrial de Union Carbide en la comunidad más pobre de Bhopal, capital del estado de Madhya Pradesh, en el centro de India. Tres generaciones han nacido con deficiencias genéticas porque sus padres recibieron un baño de gas letal la madrugada del tres de diciembre de 1984. Miles que desde entonces han bebido, cocinado o lavado ropa con el agua todavía contaminada por los deshechos tóxicos que dejó la planta en el subsuelo, tienen graves problemas de salud y no reciben ayuda médica gratuita. La noticia sobre lo que muchos consideran la peor catástrofe química de la industria ha recorrido el mundo infinidad de veces. El tres de diciembre se conmemora el Día Internacional del No Uso de Plaguicidas. Pero el daño causado no ha sido resarcido. Esta es la historia de quienes sufren las consecuencias de aquella tragedia industrial.

I. Las solitarias voces de Bhopal

El rostro de Ram Bharose lleva tatuadas las huellas del tiempo en los surcos de su piel reseca y contaminada. Habla poco, se mueve con dificultad, su sistema inmune es débil, está peligrosamente desnutrido y respira mal.
Irónicamente, solo parece revivir un poco cuando muestra la enorme cantidad de medicamentos que ingiere a diario desde hace mas de tres décadas. La bolsa que enseña —sus recetas para el mes de enero del 2017— tiene por lo menos 30 sobres de pastillas.
A sus 65 años, Ram, un creyente hindú, está ciego de un ojo y padece serios problemas pulmonares y respiratorios que le impiden trabajar como electricista, que era su oficio. Se siente engañado y manipulado. Le dijeron que la planta producía baterías para radios, no pesticidas.
“Tenía 33 años y trabajaba como electricista cuando ocurrió el desastre. Vivía, como ahora, a 500 metros de la fábrica con mi esposa y mis dos hijos. Muchos vecinos trabajaban en la planta. No sabíamos que vivíamos cerca de un lugar tóxico”, atina, con dificultad, a contar.
Pero Ram está vivo. Su esposa Mullo Bai no corrió la misma suerte.
Mullo falleció en diciembre de 2016, después de sufrir males similares a los de su cónyuge desde la madrugada del tres de diciembre de 1984, cuando olas de isocianato de metilo, una de las sustancias más tóxicas jamás creadas por el hombre, los cubrió a ellos y a miles mientras dormían, en una lluvia química que aún no cesa.
Y Ram, quien recibió en su momento unos cuántos dólares del gobierno central indio en compensación por la tragedia sufrida tras fallas técnicas producto de la falta de mantenimiento para abaratar los costos de una planta multinacional de pesticidas, parece refugiarse en la dignidad del silencio.

Hazara Bee, una musulmana de 58 años, es la típica líder veterana de barrio. Regaña al conductor del taxi que quiere cobrar demasiadas rupias a las visitantes. Es alta, articulada y organizada. Su cuerpo delgado, envuelto en un saree de colores vivos, se desplaza nervioso, pero es obvio que está cansado.
Ella tiene claro que una plática al aire libre en la calle Berasia, del barrio J.P. Nagar, escasos metros del solar que colinda con la fábrica Union Carbide —hoy un esqueleto oxidado propiedad de la estadounidense Dow Chemical donde corren aguas subterráneas contaminadas por toneladas de basura tóxica y metal pesado— sería difícil.
Propone desplazarse a la casa de Ram para conversar. Cierra la estrecha puerta para impedir la contaminación del tráfico porque la nube tóxica ya es dueña de ese espacio y de varios kilómetros más. Trae cuatro taburetes de plástico y enciende un foco de luz, que es débil, pero funciona. Ram se sienta a su lado. Es entonces cuando pasa del enojo a la tristeza, ambos sentimientos acumulados durante más de tres décadas.
“Vivo en esta zona desde hace casi 40 años. Imposible olvidar la madrugada del tres de diciembre de 1984. Mi esposo, mis dos hijos y yo estábamos dormidos cuando el gas se filtró. Escuchamos un ruido intenso como si alguien estuviese quemando chiles secos. Y luego un fortísimo hedor a quemado. No teníamos idea de qué se trataba, porque no sabíamos que producía la planta. Nos ardían los ojos y empezamos a toser. Algunos a vomitar”, explica, con el enojo de quien ha contado la historia demasiadas veces.
“Cuando salimos a buscar refugio, encontramos el cuerpo inerte de mi cuñada, de vecinos muertos por asfixia, de otros desmayados en el piso. El lugar era un cementerio. Logramos llegar donde se sentía menos gas. Ahí nos dimos cuenta que faltaba uno de nuestros hijos. Regresamos corriendo. Lo encontramos inconsciente. Su hija nació 20 años después con deficiencias motores y mentales”, dice deteniendo las lágrimas.
Así hablan Ram y Hazara, dos de miles de víctimas que sobrevivieron uno de los peores desastres ambientales de la historia, cuando la fábrica Union Carbide arrojó 40 toneladas de gas tóxico al aire, dejando un campo minado que solo parece preocupar a un grupo comprometido con investigar el alcance del desastre y proteger a los sobrevivientes.

II. El baile macabro de cifras
Como si se tratara de un sondeo político, el número de víctimas mortales del desastre, que afectó la zona norte de Bhopal —la más pobre y antigua de la ciudad— varía según la fuente consultada. Grupos de defensores de derechos humanos, analistas y activistas estiman que entre seis mil y ocho mil fallecieron la primera semana tras el escape tóxico y al menos otras 12 mil perecieron como consecuencia directa de la catástrofe. Miles de cabezas de ganado y animales domésticos murieron de inmediato por la fuga del gas.
En su momento, la empresa multinacional Union Carbide (UCC por sus siglas en inglés) calculó solo tres mil 800 víctimas en total. Para el gobierno central de India, los muertos aquella noche sumaron cinco mil 295.
Mas tarde, el Consejo Indio de Investigación Médica fue más lejos. La circulación sanguínea de más de 520 mil personas expuestas aquella noche absorbieron el veneno, lo que provocó daños severos en el organismo de los sobrevivientes, que, hasta ahora, incluye tres generaciones. El máximo responsable de la catástrofe, el estadounidense Warren Anderson, director de UCC, fue acusado de homicidio.
Cuando el empresario llegó a Bhopal cuatro días después del accidente, estuvo preso en un hotel unas horas en espera de juicio, pero tras pagar una fianza fue puesto en libertad y viajó a Estados Unidos. Anderson, quien falleció en 2014 a los 93 años, nunca regresó a India, donde era considerado prófugo de la justicia.
Tras la tragedia de Bhopal, el ex director de UCC vivió una vida casi reclusa, con excepción de una entrevista que dio al New York Times meses después de la tragedia. “Te despiertas en la mañana pensando si en verdad aquello ocurrió. Después te das cuenta de que sí ocurrió y que es algo que vas a tener que enfrentar por mucho tiempo”, dijo, entonces, en un tono compungido, al diario neoyorquino.
Pero la compasión de miles, como Rachna Dhingra, integrante de las organizaciones no gubernamentales Campaña Internacional por la Justicia y Grupo de Bhopal para la Información y la Acción, no está del lado de Anderson.
Para ella, el estadounidense es un criminal “que mató a 20 mil personas y murió sin ser juzgado”. “Pedimos que Dow Chemical (que compró UCC en 2001) compareciera en el juicio criminal que tenemos contra Union Carbide desde 1984, pero un tratado entre Estados Unidos e India protege a los ciudadanos que son solicitados para ser extraditados. Por eso (el gobierno indio) no hizo nada para castigar a Anderson”, explica.
La empresa llegó a un acuerdo extrajudicial con el Estado indio y pagó 470 millones de dólares por los daños. Pero fuentes diversas aseguran que el monto fue insuficiente porque el gobierno central “se quedó con una parte” y el resto apenas ha cubierto gastos médicos de algunos afectados, como Ram y Hazara.
Tanto en India como en Estados Unidos hay procesos legales en desarrollo urgiendo a Dow Chemical que pague las indemnizaciones y se encargue de la limpieza medioambiental.
Pero la multinacional insiste que como “empresa sucesora” que adquirió UCC 17 años después, no tiene responsabilidad alguna en la tragedia.

III. Un apóstol de la causa
Satinath Sarangi (“Sathyu”), director de la clínica Sambhavna, es un apóstol de la causa. Cuando llegó a Bhopal el cinco de diciembre de 1984 para apoyar a las víctimas por una semana, era candidato a doctor en ingeniería mecánica.
Ahí vive desde entonces, comprometido con la tarea de aliviar los sufrimientos de los sobrevivientes de la tragedia. El entorno del lugar del accidente en Bhopal sigue seriamente contaminado por sustancias tóxicas y metales pesados que tardarán años en evaporarse sin ayuda técnica.
Los resultados de análisis de organizaciones ambientales independientes y oficiales indican que el agua subterránea que corre en la zona contiene altos niveles tóxicos, responsables por los defectos de nacimiento, las incidencias de cáncer, los problemas pulmonares y renales de los sobrevivientes. “Muchos que tenían cinco años cuando les llovió gas tóxico en 1989, hoy mueren antes de cumplir 40. Y también estamos viendo víctimas de quienes nacieron después del desastre, expuestos en el útero de la madre”, afirma Sathyu.
Sambhavna es el único centro que desde 1996 investiga y trata los efectos a largo plazo de la tragedia bhopalí. Fundado por The Bhopal Medical Appeal, una organización británica sin fines de lucro que administra un fondo de donaciones, Sambhavna (que en sánscrito y en hindi significa “posibilidad”) utiliza medicina ayurvédica y yoga para apoyar a sus 12 mil pacientes, los más pobres y más afectados por el desastre.
Sathyu opina que si el gobierno actual del primer ministro Narendra Modi ha hecho poco, o nada, para limpiar el lugar de desechos tóxicos, es porque ochenta por ciento de los expuestos son musulmanes y de casta baja. Modi pertenece al partido conservador hindú Bharatiya Janata. Pero todos los gobiernos, anteriores, al margen del partido en el poder, han demostrado la misma apatía, dice el activista.
“Las más afectadas fueron 500 familias de la zona más pobre de Bhopal, donde la mayoría son musulmanes y de las castas bajas. Hoy, por lo menos una persona en cada una de esas familias está en cama por enfermedades crónicas de los pulmones o problemas inmunológico”, explica Sathyu.
Su colega Rachna Dhingra también opina sobre el papel del primer ministro. “Modi habla de una limpieza ambiental con su campaña Limpiar India. ¿Por qué no empezar con Bhopal? Hoy, 32 años mas tarde, todavía hay cientos de miles de toneladas de basura tóxica regada en la zona donde está la planta de Union Carbide y el gobierno no ha hecho absolutamente nada para limpiarla”.
“Es más, hasta la fecha no existe una evaluación científica exhaustiva que determine con precisión la distancia y profundidad de la filtración química que soltó la planta”, añade la experta educada en Estados Unidos, quien vive en Bhopal desde 2003, dedicada a generar empleos y hacer campaña a favor de las víctimas del accidente.
En 2012, el Indian Institute of Toxicology Research concluyó que alrededor de 10 mil familias en 22 comunidades cerca de J.P. Nagar, la zona donde está ubicada la planta, siguen expuestas al agua contaminada.
Tres años después, investigaciones del Laboratorio del Departamento de Salud Pública del gobierno de Madhya Pradesh revelaron que otras 11 comunidades también fueron afectadas.
Gracias a los esfuerzos de Sathyu, Dhingra y otros activistas, en 2014 se instalaron pozos de agua potable en los barrios afectados. El suministro, sin embargo, no siempre está garantizado y los habitantes se ven obligados a beber de los pozos adulterados, que son cada vez más numerosos, porque las corrientes del subsuelo extienden las toxinas.

IV. La amenaza de la planta maldita
La planta química ahora se llama Everready Industries India Limited, pues en 1994 el gobierno central indio vendió sus acciones en Union Carbide Corporation a un grupo indio que produce té. El resto es propiedad de Dow Chemical de Estados Unidos.
Aunque el gobierno indio responsabiliza a Dow Chemical del desastre, no ha hecho nada para que se haga justicia. La planta continúa en su lugar. Detrás de un solar cerca de la casa de Ram Bharose, en la Bhopal Antigua, hoy poblada de tugurios y separada de la Bhopal moderna por
un bello lago, se puede visitar la fábrica abandonada, oxidada, previo permiso de las autoridades.

Hoy, en el solar cercano, hay niños jugando cricket, vacas rumiando buscando qué comer. La guía recomienda no entrar al solar, que está cercado, pero es accesible. Es peligroso, dice. Desde la distancia, en algún punto estratégico, se pueden distinguir las torres de la fábrica ennegrecidas por el tiempo y la contaminación.
No es de sorprenderse que para Ram, Hazara y sus vecinos, ahí siga la planta maldita como si estuviese operando. De hecho, aunque el accidente nunca hubiese ocurrido, los lugareños habrían sido afectados por su presencia, asegura Sathyu.
Y es que, además de la fallida construcción y las pocas medidas de seguridad instaladas desde siempre, la fábrica guardaba residuos tóxicos dentro por falta de espacios para deshacerse de ellos. “Pero durante el monzón, las partículas se concentraban en el subsuelo. Y ahí siguen filtrándose hoy, contaminando el agua”, insiste, terco, Sathyu.
“No en balde en los últimos 15 años hemos visto un aumento en las víctimas de cáncer. El número de muertos por cáncer en la vesícula es el más alto en India. Según datos recientes, la incidencia es 10 veces mayor en la zona de Union Carbide que en otras partes de Bhopal”, arremete el luchador social.

El efecto dominó de la catástrofe de 1984, como bola de nieve, sigue su infernal curso en Bhopal. El ciclo letal no lo detendrá el Día Internacional del No Uso de Plaguicidas. El pequeño centro Sambhavna, a metros de la planta, con sus terapias alternativas, parece ser la única opción de cierta paz para los sobrevivientes.

La autora agradece al grupo bhopalí Vihaan Drama Works, en especial a Vandana Pandey y Anurag Tiwari, por el apoyo ofrecido para la elaboración de esta crónica.