domingo, noviembre 30, 2014

México: días de rabia… "ya me cansé"

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El hartazgo popular contra la impunidad emplaza al régimen de Peña Nieto y pone en crisis a la izquierda mexicana agrupada en el PRD: Cuauhtémoc Cárdenas presentó este miércoles su renuncia al partido que fundó hace 25 años. ¿Marcará esta masacre un antes y después? 

María Lourdes Pallais | México DF, especial para Confidencial | 26/11/2014  
@mlpallais
Marisa Mendoza creyó reconocer a su esposo en una macabra foto difundida en redes sociales donde aparecía su cadáver como “no identificado”. La joven no se equivocó. Era él, Julio César Mondragón Fontes, estudiante de magisterio de la Escuela Normal de Ayotzinapa fundada en 1926 en el ahora convulso estado mexicano de Guerrero.
No tenía ni un mes de haberse estrenado como papá. La noche del pasado 26 de septiembre Julio César había sido desollado vivo -el rostro arrancado, los ojos extraídos- y su cadáver abandonado en una calle de Iguala, una ciudad de 140 mil habitantes, a unos 200 kilómetros al sur de la capital mexicana.
El normalista de 22 años fue una de seis personas, incluyendo tres estudiantes, asesinadas esa noche, tras enfrentamientos con agentes municipales y sicarios por órdenes del entonces alcalde José Luis Abarca, hoy preso esperando condena por homicidio, delincuencia organizada y secuestro.
Esa misma noche y en el mismo lugar, mientras la esposa de Abarca, María de los Ángeles Pineda, bailaba celebrando sus logros al frente de la institución pública local de asistencia social, la policía municipal detuvo a 43 compañeros de Julio César, y los entregó al grupo delictivo Guerreros Unidos, una escisión del cártel de los Beltrán Leyva que opera con impunidad en Guerrero.
Las autoridades han asegurado que los agentes del orden operaban bajo instrucciones del edil, candidato ganador en 2011 por el opositor Partido de la Revolución Democrática (PRD), quien buscaba impedir que Mondragón Fontes y sus compañeros “sabotearan” la fiesta de su esposa.
Los estudiantes de la escuela de Ayotzinapa, donde se educó el maestro rural y célebre guerrillero Lucio Cabañas, viajaban hacia Iguala en dos autobuses comerciales que habían secuestrado; al verse emboscados, tiraron piedras y los policías respondieron con balas. A la fecha sigue pendiente el proceso jurídico de 22 policías encarcelados por el delito de homicidio.
Citando a tres sicarios detenidos que habrían llevado a cabo la operación en coordinación con la policía municipal, el fiscal general Jesús Murrillo Karam informó en conferencia de prensa que los 43 jóvenes habían sido asesinados, sus cadáveres calcinados y tirados a un basurero en una especie de cráter cerca de Iguala.
Pero el procurador aclaró que para confirmar su identidad, los restos hallados habían sido enviados a la Universidad de Innsbruck, en Austria. Es decir, por ahora, los 43 normalistas, siguen en calidad de “desaparecidos”.
Lo que quedó claro a raíz de los testimonios de los sicarios, es que habían cadáveres descompuestos sin identificar en la zona de Cocula, cercana a Iguala. Entre ese hallazgo, y el de otras fosas comunes hasta ahora desconocidas, también quedó claro que los 43 jóvenes no han sido los únicos “desaparecidos” en Guerrero.
De hecho, solo en ese Estado, entre 1969 y 1985, el gobierno mexicano ha sido responsable por la desaparición de por lo menos 512 personas, según un reciente informe de la Comisión de la Verdad de esa entidad en el suroeste mexicano.
Desde 2010 hasta fines de octubre pasado, más de 20 mil personas han sido consideradas desaparecidas en México por la Secretaría de Gobernación (Ministerio del Interior). El año pasado, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) tenía un registro de casi 28 mil personas que en seis años sufrieron la misma suerte.
En tanto, las indagaciones sobre los normalistas “desaparecidos” continúan con el apoyo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), a través de un acuerdo con el gobierno que establece la elaboración de planes de búsqueda, análisis técnico de las líneas de investigación y un plan de atención integral a las víctimas.
La Conferencia del Episcopado Mexicano se ha unido al enojo popular frente a lo que llamaron “diversas formas de injusticia, inequidad, indiferencia, inseguridad, miseria, corrupción, impunidad, violencia y muerte”. Y ante el “espeluznante descubrimiento de fosas clandestinas, unimos nuestra voz a la del pueblo de México, del cual formamos parte, para gritar: ¡Basta ya de tanta corrupción, impunidad y violencia!”.
Daños colaterales 
Mientras México expresa su indignación por la ausencia de los normalistas, y por lo que muchos consideran es la falta de interés e indiferencia del gobierno en investigar, y resolver, el caso, el PRD sufre las consecuencias de haber impulsado la carrera política de “la Pareja Imperial” de Iguala, como se conoce a los Abarca.
Ambos tienen años de mantener vínculos estrechos con el crimen organizado. Él, quien pasó de vender sombreros de palma y huaraches en un tianguis, a ser empresario joyero y dueño de complejos comerciales, pagaba entre dos y tres millones de pesos mensuales a “Guerreros Unidos”.
Ella, la principal operadora de la organización delictiva desde la Alcaldía, es, junto con su esposo, uno de los presuntos autores intelectuales del asesinato de seis, incluyendo a Mondragón Fontes, y la “desaparición” de sus 43 compañeros. A pesar de que los vínculos de sus padres y hermanos con el narco nunca fueron un secreto, versiones diversas aseguran que el grupo hegemónico del PRD (conocido como “los Chuchos”) la promovía como próxima presidenta municipal o diputada federal.
El gobernador de Guerrero, el también perredista Ángel Aguirre (militante del Partido de la Revolución Democrática PRI hasta 2010) se vio obligado a renunciar tras la presión de los normalistas y de padres de los 43 desaparecidos que rechazaban su participación en las investigaciones.
Así, la imagen del PRD se Ha visto seriamente afectada y el partido está atravesando lo que muchos califican como la peor crisis desde su fundación hace 25 años. Cuauhtémoc Cárdenas presentó este miércoles su renuncia "irrevocable" al PRD, que él fundó hace 25 años y después de haberlo dirigido y de ser su candidato presidencial en 1994 y 2000, informa la agencia EFE. "De manera irrevocable presento mi renuncia como miembro del Partido de la Revolución Democrática", señaló Cárdenas en una carta a la actual dirigencia partidista, debido a los desacuerdos por la forma de conducción de la agrupación y las decisiones tomadas por el nuevo Comité Ejecutivo.
Hay más. Los senadores perredistas están enfrentados con “los Chuchos” -a quienes acusan de no haber mostrado “voluntad” para aclarar los hechos en torno a la masacre en Iguala-, y ANTES DE SU PROPIA RENUNCIA, el “líder moral” del partido EXIGIO la DE Carlos Navarrete, presidente de esa agrupación política, y la del Comité Ejecutivo Nacional.
El PRD no ha sido la única institución afectada por la tragedia en Iguala. La imagen de modernidad que tenía el flamante gobierno del priista Enrique Peña Nieto también ha perdido adeptos, especialmente en el extranjero.
Hasta hace unos meses, el mundo entero elogiaba el actuar del presidente, calificado por moros y cristianos como “prágmatico y eficaz”. Había logrado la aprobación de reformas “de envergadura” en un Congreso dividido. El país pasó de ser cliente asiduo de la nota roja a encabezar las páginas de negocios de la prensa internacional.
La luna de miel duró pocos meses. El New York Times ha calificado la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa como otra prueba de la descomposición del sistema judicial mexicano.
A pesar de que antes había elogiado las reformas estructurales en materia energética como un avance, en un reciente editorial titulado “De mal en Peor”, The Economist aseguró que se trata de la peor crisis de la administración de Peña Nieto. Centrarse en la economía no ha disminuido los niveles de extorsión y secuestro, señaló el diario.
En casa, 60 por ciento de la población ha reprobado su gestión económica, según una encuesta del Pew Research, que también revela un rechazo mayoritario a su reforma energética.
Ya desde junio pasado, Peña Nieto había sufrido un serio revés doméstico y entre organizaciones de derechos humanos.
Sucedió cuando, en el municipio de Tlataya, Estado de México, militares llevaran a cabo una “ejecución extrajudicial” de 15 presuntos integrantes de una organización criminal, incluyendo dos menores de edad. Ello pese a que los supuestos delincuentes ya se habían rendido y estaban desarmados, reveló la CNDH.
Según las encuestas, la inseguridad sigue siendo la principal preocupación de los mexicanos. Un 79 por ciento opina que el crimen es un “gran problema”, casi el mismo porcentaje que el año pasado. Y siete de cada 10 creen que las autoridades no atraparán a los responsables de la desaparición de los normalistas.
Ya no queda duda. La estrategia de seguridad del secretario de Gobernación Miguel Ángel Osorio Chong, que optó por ignorar el tema de la inseguridad de tajo, ha dejado de funcionar.
Human Rights Watch manifestó hace poco que las ejecuciones en Tlataya fueron “una de las mas graves masacres ocurridas en México” mientras que Amnistía Internacional ha reclamado que el gobierno de Peña Nieto es responsable por la falta de investigación sobre el caso de los normalistas de Iguala.
Tras esa masacre, parece imposible soslayar los vínculos del Estado con la actividad del crimen organizado, temas que el especialista en asuntos de seguridad y narcotráfico Edgardo Buscaglia tiene años de señalar como cruciales en México. En su opinión, la delincuencia organizada en México es una delincuencia de Estado.
Cauce de la rabia contenida
Hoy, la furia popular está desatada. La indignación parece imparable. Los padres de los normalistas desaparecidos desconfían del gobierno y rehúsan aceptar que sus hijos estén muertos. Al grito de “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”, miles se les han unido en protestas históricas no exentas de algunas expresiones de violencia que muchos atribuyen a “infiltrados”, “halcones” o “fuerzas de choques”.
La marcha del pasado 20 de noviembre estuvo encabezada por tres caravanas de padres de normalistas coreando slogans como “Muera Peña”, “Ya me cansé de tener miedo de ser estudiante”, “No quiero ser el 44, tampoco el 45”. En la más absoluta tranquilidad, decenas de miles llegaron al centro de la capital contando a gritos del 1 al 43 y exigiendo justicia.
La “Cuarta Jornada de Acción Global por Ayotzinapa”, una multitudinaria “fiesta de protesta social” de mas de 30 mil personas, donde destacaban manifestantes de la tercera edad, madres de familia con sus hijos en brazos y jóvenes entusiastas, terminó en enfrentamientos en el Zócalo capitalino, con 15 personas detenidas y ocho periodistas agredidos.
Minutos antes de unirse a la movilización, como advirtiendo lo que pasaría, Pedro Miguel, un periodista y conocido activista social, escribió en su página de Facebook: “Para recuperar el país debemos empezar por cuidarnos a nosotros mismos. No infiltrados, no confrontaciones, no provocaciones.”
La prestigiada comunicadora Carmen Aristegui fue incluso más lejos.  “La autoridad debería de investigar de donde vienen estas expresiones de violencia en manifestaciones pacíficas”, dijo en su programa de radio.
No era la primera vez desde la masacre de Iguala que una marcha pacífica se vio machada por provocaciones que, en esta ocasión, la policía trató de reprimir barriendo el Zócalo. Antes, hubo quemas al Palacio de Gobierno de Guerrero, a las instalaciones de la Alcaldía de Iguala y a la puerta del Palacio Nacional en la capital del país. Encapuchados atacaron la sede del oficialista PRI en Veracruz.
El pasado 15 de noviembre dos personas resultaron heridas por disparos de granaderos en un intento fallido por desalojar a estudiantes que, en señal de protesta por los desaparecidos de Ayotzinapa, ocuparon el auditorio Che Guevara de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
Osorio Chong se disculpó entonces. Fueron “imprudentes” los policías que violaron la independencia de la casa de estudios, declaró.
Y Peña Nieto, quien ha asegurado entender el hartazgo masivo por la impunidad, insiste que es ilegítimo exigir justicia con actos violentos, ha rechazado una y otra vez, el “vandalismo” que busca “generar desestabilización” y “desorden social” sobretodo “contra el proyecto de nación que hemos venido impulsando”.
La Negra Casa Blanca de La Gaviota
Fue casualmente para defender ese “proyecto de nación” que, en medio de críticas por su “insensible” decisión, Peña Nieto consideró prioritario ausentarse para asistir a la Cumbre de APEC en China y del G20 en Australia. Lo hizo tras reunirse con padres de las víctimas de Iguala durante cinco horas, y solidarizarse con la tragedia.
Para citar al jefe de Estado, “fortalecer el diálogo político al más alto nivel” y “fomentar intercambios comerciales” con países de esa región era lo suficientemente importante como para ignorar exhortos de padres de normalistas desaparecidos quienes, en un mitin en el Zócalo capitalino, le pidieron que se quedara.
“Se va de gira el presidente Enrique Peña Nieto con la cara de vergüenza porque no ha sabido gobernar a un pueblo valiente”, le reclamó al mandatario Felipe de la Cruz, vocero de los familiares.
Lo que Peña Nieto y sus asesores seguramente no sospecharon fue que, amén del drama mayúsculo de los normalistas, un escándalo lo recibiría a su regreso; “un asunto medular” para México, difundido de manera amplia en la prensa nacional e internacional, que añadió leña al fuego de la hoguera prendida tras Ayotzinapa.
Una  investigación del portal Aristegui Noticias reveló que, días después de casarse con Peña Nieto, la empresa Televisa Talento S.A. de C.V. “transfirió” una lujosa residencia con valor de unos siete millones de dólares a la ahora Primera Dama, Angélica Rivera, conocida como “La Gaviota”, por su papel en una popular telenovela del Canal de las Estrellas.
La clave del reportaje era que Rivera había adquirido la llamada “Casa Blanca” de una filial del Grupo Higa, constructora que obtuvo contratos millonarios cuando Peña Nieto era gobernador del Estado de México, lo apoyó en su campaña presidencial y es una de las empresas del consorcio que ganó la licitación de un tren rápido México-Querétaro, revocado por el gobierno priista horas antes de la publicación de la investigación periodística.
Días después del regreso de la pareja de la gira oficial, en un video transmitido por Televisa en horario estelar, la ex actriz, en tono molesto, aseguró no tener “nada que esconder” e hizo un recuento detallado de sus ingresos gracias, dijo, a su larga y exitosa carrera. Al final de su testimonio concluyó que, para poner fin al agravio contra su familia, había decidido vender los derechos al contrato de la casa de sus sueños.
Pero en sus declaraciones la Primera Dama no disipó dudas sobre el posible tráfico de influencias en el tema de la adquisición de “la Casa Blanca”, lo que hoy está en el centro de las críticas, que no cesan.
Poco después de la difusión de su mensaje, el analista Jesús Silva Herzog Márquez escribió en twitter: “El problema nunca fue el patrimonio de Angélica Rivera sino el conflicto de interés. Quien debía dar la cara era su marido...” Y agregó una pregunta en la boca de muchos en México: “Si la adquisición de la casa fue limpia, ¿por qué deshacerse de ella? Si la licitación fue legal, ¿por qué revocarla? Respuestas que acusan”.
¿Un antes y un después de Ayotzinapa?
Han sido dos meses de catarsis colectiva en México. La tragedia en Iguala parece haberle dado cauce a un remolino de rabia contenida por años; ha sido un “momento de inflexión” para algunos, “un referente sobre el quebranto de una transición traicionada” para otros, o “una mojonera para ver el pasado”.
La masacre no es la primera de ese tipo en el México “democrático” del siglo 21, luego de que el PRI fuera derrocado de la silla ejecutiva en el año 2000. Pero es la segunda gran crisis del primer gobierno del tricolor este siglo. Y los expertos coinciden que el manejo no ha sido el más afortunado.
En por lo menos tres casos que antecedieron a las masacres de Tlataya y de Iguala ni un solo presunto culpable ha sido condenado hasta ahora.
En 2011, cuatro meses antes de que Felipe Calderón le entregara el poder a Peña Nieto, 52 personas murieron calcinadas en un casino de Monterrey, el corazón industrial de México y capital del pujante estado fronterizo de Nuevo León, controlado en buena medida por uno de los más sangrientos cárteles de la droga, los Zetas.
En marzo de ese mismo año, 72 inmigrantes fueron asesinados por negarse a integrar a la banda de los Zetas en San Fernando, Tamaulipas. A la fecha, solo hay 11 detenidos y 12 cadáveres permanecen en fosas comunes en espera de ser identificados.
Y en 2009, 50 niños murieron calcinados en una guardería de Hermosillo, vecina a una bodega donde se guardaban archivos de la tesorería del gobierno federal que se quemaron junto con  los infantes. El gobernador y la esposa del entonces presidente Calderón eran socios de la guardería. Hoy, unas 25 personas han sido procesadas pero ninguna guarda prisión.
Si bien es cierto que los seis años de gobierno de Calderón no estuvieron exentos de protestas masivas en las calles, es hasta hoy que las marchas parecen haber logrado  unir, como poco se veía en México desde los años 60 del siglo pasado, a una sociedad civil que estuvo fragmentada durante décadas.
Y es que la masacre de Iguala ha sido un parteaguas porque, aunque el gobierno lo niegue, es un crimen de estado, por lo menos jurídicamente hablando, en opinión de expertos como Sergio Aguayo y Santiago Corcuera.
“Una cosa es que no pueda atribuírsele la responsabilidad directa al presidente, y otra muy distinta decir que las desapariciones ocurridas en Iguala no son un crimen de Estado. La desaparición forzada es siempre un crimen de Estado”, escribió Corcuera, jurista y defensor de los derechos humanos.
La rabia popular tiene un enemigo común, de acuerdo con Aguayo. “Es un enojo antisistémico anticipado en todas las encuestas de opinión. No nos gusta el funcionamiento de la democracia y hay tres causas concretas para la desafección: corrupción, inseguridad y falta de empleos”, afirma el experto a Confidencial.
Para Buscaglia, quien opina que México está en un “punto de inflexión”, es posible que las movilizaciones sociales logren “una agenda de cambio que realmente simbolice un pacto de seguridad” pero “la sociedad civil no es la que va a limpiar al Estado”.
Los Abarca solo son “peones políticos”. Hay que denunciar a “los alfiles, las torres, los empresarios” que permitieron la impunidad del reino de la Pareja Imperial, argumenta Buscaglia. “La prioridad es encontrar a los 43, pero lo es también cambiar el sistema político que propicia ese y otros crímenes”, escribió el analista en twitter.
De hecho, el reclamo popular es por una investigación transparente, la elaboración pública de un paquete de medidas que aseguren el desmantelamiento de las redes del crimen organizado que operan dentro del gobierno y que finalmente haya justicia contra los autores materiales e intelectuales de estos crímenes, no solo el de Iguala.
Ello implicaría encontrar a los “corruptos que han evadido la justicia –sean del partido que sean–, abrazar la transparencia con seriedad y ponerse del lado de las víctimas”, opina Aguayo. Si no sucede eso, la más reciente masacre en Iguala solo será “un referente sobre el quebranto de una transición traicionada”, concluye el experto.