viernes, septiembre 10, 2004

Quien sabe porqué

Nací con un rostro de delicados trazos dibujados por una mano enamorada. Mi piel, translúcida, reflejaba una ternura plácida que parecía eterna. Mi cabello creció felino y brioso, negro pero brillante. Nunca supe de qué color eran mis ojos, pero eran cuevas profundas. Mi sonrisa era un suave relámpago generoso y espontáneo. Sonreía aún cuando dormía. Me llamaban Bella y lo era.
Pasaron los años y quien sabe porqué un día, dejé de hablar, perdí la razón, o la cordura que quizás nunca tuve. Repetía monólogos, sin puntos ni comas, sin dirigirme a nadie, cuando me sumergía bajo las sábanas de mi cama.
“No lo sé quien sabe porqué lo siento mucho no quiero que me vean no quiero caminar ni quiero nada ni me importa cuando abro los ojos menos cuando los cierro y no me gusta vestirme andar desnuda es lo mío esconderme en el espejo no entender si voy o vengo sentir mi mano hundida en mi vagina y mojarla es rico si nadie se entera tocar mis senos acariciar sus pezones mis piernas mis brazos mi cuello, quien sabe porqué”.
Crecí en un pueblo esculpido de arena, vestido de un desierto mudo, donde un río vetusto corría helado en invierno, habitado por unas 30 mil almas que sólo conocían sus arenas blancas y doradas, alborotadas de algarrobos y médanos que el viento hacía y deshacía a su capricho. Allí, en ese rincón del mundo donde el tiempo transcurría lento, trenzando presente, pasado y futuro, mis padres me mantuvieron alejada de todo y de todos, como si fuera un pájaro extraño con alas de mármol y patas de marfil. Sólo me permitían bañarme en el río una que otra madrugada, antes de que saliera el sol, mucho antes de que abriera el mercado y la parroquia sus puertas. Lo hacían temerosos de que la impunidad de mi exquisita fragilidad ahuyentara a los demás mortales, que podrían creer que no era humana.
Y es que no tendría alas de mármol ni patas de marfil, pero sí unas piernas larguísimas, piel de terciopelo, como mis brazos; espalda de lienzo rectangular, hombros que parecían almohadas sólidas; de hierro mi omoplato; mi cintura, de muñeca. Todo lo cubrían con ropas grises de franela, aún en verano (nunca sudaba), sobre calzones largos de encajes almidonados, que levantaban, con o sin viento, mis anchas faldas (jamás usé pantalones). Sabían que nada escondería mi lánguidez encantada, mi caminar mudo, envuelto en un velo invisible que rozaba el espacio que ocupaba. Así, imposible que viviera como las demás.
Por todo ello, nunca fui a la escuela, ni tuve amigas, mucho menos novios. Hilda fue la excepción. Ciega y bastante mayor que yo, fue mi tutora, mi consejera, mi única amiga, la que me enseñó a leer, a escribir y a tratar de descifrar los rompecabezas de la vida.
Pero Hilda no pudo impedir que pasara el tiempo y que un día mi silencio deslumbrara a un hombre de legendaria trayectoria política que mis padres recibían como rey, el único hombre que yo jamás conocí y el único que se atrevió a hablarme mirándome a los ojos. Le llamaban Enano y no sabía sonreir. Quien sabe qué nombre le habrían puesto sus padres. Nunca nadie lo supo.
"Fuiste creada para mí. Quiero casarme contigo“, me dijo una noche, tajante pero con la elegancia de una verónica de Ordoñéz, mientras yo cenaba en silencio, con la mirada vedada, como acostumbraba. Mis padres no lo escucharon cuando él me confesó, sin humildad, que había logrado todas sus metas, salvo una. Casarse con una mujer como yo. Una mujer excepcionalmente bella, con un rostro opuesto al suyo --sombrío y gris como el invierno--, con unos ojos tampoco como los suyos --unas líneas escondidas bajo pliegues de arrugas hinchadas. Y lo más importante: que le enseñara a sonreir, sus labios nunca habían logrado dibujar esa alegre curva.
Yo apenas lo miré cuando hablaba. Quizá no le creí. Quién sabe. Sí pensé que era la encarnación de una madurez agria; sí sabía que se afeitaba dos, a veces tres, veces al día y era obvio que todo lo sabía, salvo ser feliz. Era solemne, taciturno, de caminar torpe, desgarbado, comía demasiado, fumaba puro, era casi calvo y nunca paraba de hablar.
Esa noche supe que sería su esposa. No por amor ni porque creyera que había sido “creada“ para él. Quién sabe porqué, pero lo sabía.
No pasó mucho tiempo desde aquella noche. Nos casamos a pesar de las dudas de mis padres, que no se atrevieron a oponerse por la extraña relación que los unía a Enano; y contra la voluntad de Hilda, que desapareció del pueblo cuando se enteró de la noticia, sin antes alertarme: “será tu ruina” y escupirle a mis padres por permitir nuestra boda.
Vestida de blanco, con una rosa también blanca entre mis dedos y una mantilla española que me cubría el cabello, pero no el rostro y mucho menos mi sonrisa púrpura, con los mismos calzones bajo el traje de novia, entré a la parroquia por primera vez en mi vida, casi altanera, del brazo de mi padre, que sudaba a chorros. Tenía 17 años.
Enano me esperaba, ufano, consciente de su triunfo, ante el altar. Se sentía galán, ungido, sabía que el pueblo moría de curiosidad por verme vestida de novia. Sabía que el pueblo lanzaría cohetes y reventaría pólvora luego de la bendición del cura, que lo convertiría en mi esposo --de esa joven adusta, etérea y muda que le enseñaría a sonreir.
Pasaron algunos años más. No más de cinco, quizá seis.
Empecé a quedarme calva. Mi rostro aún reflejaba ternura, pero la perfección de mis facciones se habían diluído un tanto. Mis ojos ya no eran profundos. Mi mirada de flecha se había disipado bajo tristezas silenciosas, adquiridas quién sabe porqué.
Pero, terca, yo seguía siendo Bella. Caminaba con el mismo garbo y bajo el mismo velo invisible. Intentaba esconder mis desvelos bajo miradas lacónicas y esconder mi calvicie con sombreros que yo misma diseñaba. Y nunca dejé de sonreir. Todo así hasta aquella madrugada.
Apenas había salido un sol opaco, oculto bajo nubes desabridas. Una lluvia débil lo borraba todo. Un arco iris dudoso se defendía. Los colores del día podrían aparecer pronto. Igual, los susurros del viento.
Asustada tras un sueño de imágenes agitadas, desperté sobresaltada. A mi lado, Enano roncaba bajo un cúmulo de sábanas y colchas que no disimulaban su voluminosa panza. Con la respiración truncada, me levanté y abrí las ventanas de la recámara quedito, como quien abre la vida con cuidado. Intenté respirar desde mi vientre, como lo hacía antes de zambullirme en el río. No pude. Cerré los ojos y me acaricié el rostro.
Quería escuchar el murmullo del viento. El corazón me latía desfrenado. Me acerqué de nuevo a las ventanas que seguían abiertas, y volví a ver el sol opaco, las nubes difusas y escuché la lluvia monótona sobre el arco iris que nunca pudo dibujarse. Nunca aparecieron los colores, ni los sonidos, del día que estaba por nacer.
Fue la última vez que disfruté el amanecer. Dos o tres lágrimas viscosas me nublaron la vista. Ya no distinguía nada dentro o fuera del dormitorio.
Me froté los ojos varias veces hasta que sentí que me ardían, que se perdían en líneas borrosas, cubiertos de legañas.
Por instantes, en medio de mi visión aturdida, creíe ver la figura erguida de mi hermano Camilo, que le llamaban “El Genio“, asesinado años atrás en circunstancias que nadie nunca le aclaró, y que Enano había intentado explicarme con ese tono inseguro pero pomposo de quien nunca pudo hablar en público sin tartamudear.
“Tu hermano es un mártir. Murió por sus ideales. No importa quién lo mató,” me había dicho.
Oculto tras una neblina grisácea como la ropa que ya no cubría mi cuerpo, creí distinguir el cadáver de mi hermano en un ferétro de madera. Y su voz que me decía: "tranquila, Bella, la vida no tiene colores".
Apenas pude escuchar el sonido del despertar esa mañana. Ya no veía nada. A tientas, recuperé mi espacio bajo las sábanas, con la esperanza que en unas horas recuperaría la vista, y que el fantasma de mi hermano nunca volvería a aparecer.
No tuve esa suerte. Nunca me volví a levantar de la cama, ni a recuperar la vista, mucho menos a abrir los ojos.
Creo que morí, nunca se supo de qué exactamente, unos días después, totalmente calva, escuálida, pálida, sin mi velo ni mi sonrisa. Nadie fue a mi entierro. Enano se ocupó de organizar mis exequias. Mis padres habían muerto años antes. No tenía hermanos, ni hijos, ni herederos. Salvo él, que se apropió de mi sonrisa para siempre.